viernes, 17 de julio de 2020

1984, 1Q84, 2020, 2O2O

¿Cómo puedo evitar ver lo que tengo ante los ojos si no los cierro?

George Orwell, en 1984
       


Desde marzo tengo la sensación que algo ha cambiado. Es algo que no logro percibir, sólo lo siento. 

Durante el confinamiento, pasaron cosas “fuera” que no entendí y que de algún modo no viví. Fue como un borrón y cuenta nueva, como si limpiar los armarios era otra manera de registrar dentro, y también sacar lo que ya no necesitaba en mi vida. Cuesta practicar el desapego. 

Cuando salgo a la calle, al parecer, nada ha cambiado. Excepto porque, con suerte, apenas veo los ojos de las personas. Difícil es adivinar qué estado de ánimo llevan. Intuyo un ritmo más agitado, un tránsito menos certero. No sé. Cruzo la acera si viene alguien de frente, volteo la cara si alguien vocifera. ¿Cómo saludo? ¿A quién puedo abrazar? ¿Dónde puedo refugiarme? 

Mi ignorante coherencia, ve trayectorias ilógicas. Veo guantes, veo mascarillas, veo algo como una especie de protección, que de alguna forma me hace sentir más indefensa, delante de “eso” que ha cambiado. 

Como muchas personas aproveché los días de estar en casa para coger uno de los gruesos libros que no me llevaba al tren y leerlo. Elegí la trilogía 1Q84 de Haruki Murakami.  Me había llegado por suerte el día de Reyes, y pensé que era un buen momento para leerlo. 



Su título, hace alusión al clásico de George Orwell 1984. Sin embargo, esta excusa narrativa le sirve a Murakami sólo para plantearnos el momento, el año, en que ocurre su historia. De vez en cuando nos señala aspectos incluidos en 1984, pero el centro narrativo es otro: una brecha que se abre entre dos mundos, la realidad y la ficción. Dos personajes: Tengo, un licenciado en matemáticas que da clases en una academia, quien lleva una vida tranquila, corriente, y que aspira a ser escritor.  Aomane, una chica con un pasado hostil, con emociones complejas, cuyo destino la convierte en una asesina muy sofisticada.

Un día de camino a cumplir con uno de sus encargos, Aomame se da cuenta que algo ha cambiado a su alrededor. Empieza a notar pequeños cambios, situaciones que ella no ha vivido, o de las que no se ha enterado. Hasta que un fenómeno natural le revela claramente que ya no está en 1984, sino en 1Q84.

Ambos tienen un pasado común, y también un sentimiento puro que los une. Dentro de esas vidas ambiguas, hay una causa, una sinrazón que los lleva a buscarse el uno al otro. Amor. 

Me gusta leer a Murakami por muchas razones, y una de ellas es que en su escritura reflexiona sobre el mismo hecho de escribir. Tengo, escribe, lo hace con constancia, pero no logra cautivar a Komatsu, editor con quien mantiene una amistad distante y quien le encarga revisar un texto escrito por una joven de 16 años, para ganar un concurso. En el proceso de corrección de la obra, Komatsu le explica a Tengo un detalle sobre el oficio de escribir: 

 “Cuando en una novela se incluye algo que ningún lector ha visto en su vida, es necesario describirlo con todo detalle y precisión. Lo que se puede obviar, o lo que se tiene que obviar, es la descripción de cosas que el lector está harto de ver.” 

Así Tengo describe dos lunas, de forma precisa. Son esas dos lunas las que empieza a ver Aomame flotando en el cielo nocturno. Las que le indican, sin duda, que ha cruzado una puerta sin retorno. 

Más adelante, Aomame decide tomar otro encargo, que implica más riesgo, una decisión que suma de forma substancial la carga que lleva en ese “nuevo año” “nuevo mundo”. Al tomar la decisión le pide a Tamaru, otro personaje central de la trama, que le consiga un revólver. Citando a Chéjov, y en la voz de Tamaru, Murakami vuelve a hablarnos del arte de escribir: 

“Cuando en una historia aparece un arma de fuego, ésta deberá ser disparada”. 



Al llegar al final del libro, la pistola sigue siendo un objeto amenazante, pero la profecía dramática planteada por Chéjov, cae en bolsillo roto. La voz narrativa de Murakami, es otra. Larga, pausada, no necesita disparar. 

Así es como yo percibo aún este año, así es como observo la tortura de los mensajes constantes del COVID-19. Así es como vivo la agonía de la desestructura política de Venezuela, como una grieta insalvable entre lo que fui, lo que proyecté y lo que no sucedió. Nadie dispara, pero la amenaza se lleva vidas todos los días. 

Aomame consigue salir de aquel año, y llegar a otro, con la certeza de que no regresará nunca a ese 1984 que dejó. Nosotros hemos abierto una puerta, intentamos seguir con nuestras vidas, pero la puerta ya está abierta. A través de ella nos acercamos más a la visión distópica de Orwell, un futuro que nos sobrepasa como humanos. 

En nuestra sociedad ya hay dos mundos que bailan juntos. Uno que agoniza y otro que se arrastra sigilosamente, entra en nuestra casa, nos acompaña todas las horas del día, nos da respuestas, nos dice que es lo que necesitamos. La magna presencia de la tecnología nos vuelca sobre experiencias que amenazan nuestra intimidad. Nos da soluciones. Nos hace sentirnos creativos sin apenas jugar. Nos hace dos. Estamos en todas partes y en  ningún lugar. 

Pictograma de la película 1984


Esa escucha constante, no nos permite ser portadores de ninguna novedad. Todo está en las redes. Hemos caído en las redes. Y mientras los humanos nos sentimos protegidos porque salimos con mascarillas a la calle, otros piensan cómo avanzar en ese camino.

Cuando estoy en la calle y llevo la mascarilla, mi cuerpo comienza hacerse preguntas. Se siente de alguna forma amordazado. La expresividad se reduce, mis brazos dudan, mi visión es sesgada. Mi corporeidad le va susurrando a mi intelecto: no mires, no hables, no escuches, no respires, no bailes. Hago un sobreesfuerzo por entender que todo tiene un objetivo y obviamente, comprendo su importancia. Sin embargo, las pocas respuestas eficaces de los líderes me hacen dudar. ¿Son los líderes verdaderas  proyecciones de lo que somos en conjunto?

En su trilogía Murakami también explora la figura del líder, el ser elegido, el que escucha la voz. Quien nos expone la norma, a quién seguimos ciegamente. El que, de alguna forma, mantiene el equilibrio entre el bien y el mal. ¿Qué decisiones esperamos de nuestros líderes? ¿La censura? ¿La norma? ¿El orden? ¿El nuevo orden? 

Un de las cosas que me cautivó de Aomame, era su capacidad de riesgo. Su autenticidad, una especie de pureza dentro de la distorsión. Gracias a ella, los protagonistas llegan a ese otro 1984. 

¿Habrá otro camino para salir de este año y llegar a otro? ¿O sólo inventaremos mascarillas con emoticonos para decirle al de enfrente cómo nos sentimos?

Al final de la novela, cuando el padre de Tengo muere, Murakami rescata, en un breve diálogo, la condición humana: 

—Me parece terrible que haya gente que muera sola, sea cual sea su circunstancia. En este mundo hay un gran agujero y debemos mostrarle respeto. Si no, el agujero nunca se cerrará

Respiro y comienzo a entender cómo me siento, y sólo así, puedo poner palabras a ese cambio que percibo: vulnerabilidad, incertidumbre, distopía. 


     

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