miércoles, 15 de abril de 2020

Un refugio sin corazas


“La cibercomunidad naciente encuentra refugio en la realidad virtual, mientras las ciudades tienden a convertirse en inmensos desiertos llenos de gente, donde cada cual vela por su santo y está cada cual metido en su propia burbuja.”


Eduardo Galeano




Ya tenemos un mes en casa. La palabra confinamiento forma parte de nuestro cotidiano. Se instaló como una orden más, de esas que vamos asimilando poco a poco, sólo que ésta llegó un día y se quedó.  Me pregunto: ¿Cómo regresaremos a aquella vertiginosa rutina? ¿Cómo salvaremos la distancia social que se nos han impuesto? ¿Cómo aprenderemos a reconstruirnos, a reinventarnos? ¿En qué medida sabremos quitarnos esta coraza que nos protege? ¿Dónde guardaremos el miedo? 

Cuando tenía trece años viví el Caracazo. Fue la primera vez que vi militares en las calles de Caracas sin que su presencia no formara parte de un desfile, de una coreografía, por alguna fecha patria.  Aquel caos encendió en llamas una fábrica que lindaba pared con pared con la casa donde vivíamos alquilados. Así que los cimientos empezaron a resquebrajarse, y la erosión hizo que no fuera seguro que siguiéramos allí. Había toque de queda.  Mi cuñado vino como un superhéroe a rescatarnos. Huimos. Y nos fuimos al paraíso: El Ávila. Mi casa. 




Una vez allí, el ritmo cambió. Los paseos tranquilos por el terreno, el reposo sobre una piedra mirando el mar, el sonido de la naturaleza re-emplazando aquel alboroto de gentes de donde veníamos. El tiempo se detenía antes mis ojos. 

Tres años más tarde vivimos el golpe de Estado que dio Chávez. Otra vez vuelta al Ávila con prisa. Cargados de incertidumbre. Y otra vez el silencio, la tranquilidad que brinda observar la naturaleza quieta, imperecedera. En mi casa del Ávila siempre fue fácil respirar.



También vivimos el deslave de La Guaira en 1999. Cada vez que había una hecatombe, una catástrofe, nuestro refugio seguía siendo El Ávila. Me alegro tanto que mi padre nunca se desprendiera de ese terrenito. 

Echo de menos el olor de la mañana, el calor intenso de mediodía, y el momento en que la noche refrescaba y me ponía un suéter porque se erizaba la piel. 



Ahora, que me parece que el fin del mundo llegó, o al menos algo raro y parecido a lo que había imaginado como cambio radical; estoy en un pisito, bonito, con terraza, pero sin tierra. No puedo ir a mi refugio.  

Echo de menos caminar por la carretera, ver las montañas y el mar. Perder la mirada en el infinito,  extender los instantes, dejar pasar el día sin ninguna novedad más que el aguacate en flor, el mango maduro, el durazno jojoto. 



Allí yo me sentía segura. La naturaleza me mostraba, con su tranquilo respirar, que ella seguiría estando pese a cualquier cambio que a mí me afectara. Ella crecía y se transformaba sin coraza, seguía palpitando pese a tantos debacles. 

Agradezco este involuntario parón, porque sin él no hubiera hecho esas cosas apartadas en los rincones desde hacía cantidad de años. No habría tenido el tiempo para escucharme, reflexionar sin miedo, pensar sin prisa. Dejar rebotar ideas en mi cabeza. He tenido tiempo  para hablar de temas pendientes, para llamar a amigos cercanos y saber de otros que viven lejos. Para limpiar armarios y cambiar espacios por fuera y por dentro. Sin embargo, quisiera estar en mi refugio. 




El Ávila es mi refugio. Ese lugar que guardamos en nuestra memoria como insondable, indestructible, donde buscamos protección. Cada uno tiene el suyo. El mío es aquel, la sencilla casa de mi infancia rodeada de montañas. Me gustaría volver a mi refugio, pero no puedo. Ahora no. 

Respiro, me echo en la improvisada hamaca que colgamos en la minúscula terraza de mi casa, miro el cielo, y dejo que vuelen esos recuerdos que me llevan hasta mi refugio. La naturaleza no la puede reemplazar ninguna pantalla. 




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